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domingo, 2 de octubre de 2011

Jaime Garzón, el genial impertinente


Como un “genial impertinente”, así define Germán Izquierdo a Jaime Garzón. A propósito, publicó un libro en 2009 titulado así, “Jaime Garzón, el genial impertinente”. Y hay que ver cuán  impertinente fue este locuaz personaje. Irreverente con el poder, los abusos y el despotismo de los políticos; extremadamente sincero a la hora de hacer reclamos; gracioso, burlón y desmedidamente extravagante, ese fue Jaime, el mismo que vive aún entre nosotros.

Germán Izquierdo, un comunicador social bogotano, egresado de la Universidad Javeriana en 2004, apasionado por la música y el periodismo, narra en 173 páginas los agites de la vida de un personaje que, a pesar de sus 12 años de ausencia, logró un espacio en la memoria colectiva de un pueblo, y no cualquier pueblo, ¡de Colombia! Lo extraño es que la memoria cortoplacista de los colombianos aún lo recuerde. Pero ¿Qué hizo Jaime para ganarse la recordación de los colombianos? A mí no me pregunten porque estaba muy chiquita cuando Jaime fue asesinado, sin embargo, pese a mi corta edad y a mi calidad de colombiana, lo recuerdo.

El libro que nos trae Germán comienza describiendo a Jaime montado en una bicicleta conduciendo hacia las aulas de la Universidad Nacional de Colombia, donde ingresó a estudiar derecho en los primeros años de la década de los 80. Su inconformidad con los pragmatismos educativos siempre la manifestó de diversas formas; unas veces dijo que “la universidad era la universalidad del conocimiento, hasta que llegaron los profesores”, en otra ocasión expresó lo rutinaria e improductivas que le parecían las clases: “uno madruga a clase de 7 a hacer NADA… Uno no hace nada”. Esa misma irreverencia la desnuda Izquierdo en este libro cuando entra en detalles sobre las discusiones incendiaras que propiciaba Jaime en las aulas de clase.

Jaime era un alma libre, de eso deja constancia Germán cuando describe la desfachatez con la que asumía las grabaciones de los programas que protagonizaba (zoociedad, Quac, Lechuza, entre otros), cuando, sin pudor alguno, mostraba sin reparo su dentadura para convertirse en un humilde lustrador bogotano preocupado por su país; cuando era un celador o encarnaba a la cocinera de la Casa de Nariño. Mujeriego, nocheriego, buen anfitrión, melancólico, alegre y depresivo, esas son, a rasgos generales, las facetas de Jaime que descubre Germán Izquierdo en esta biografía, escrita con un lenguaje satírico y cautivador que aprisiona al lector de tal forma que una vez lee el primer renglón no puede parar.

La tinta que se ha derramado desde aquel 13 de agosto de 1999 hasta hoy en torno al rotundo vagabundo, Quac, zoociedad, el Alcalde menor de Sumapaz, Heriberto de la Calle, y uno que otro perdido por ahí, es bastante. Sobre Jaime se han escrito multiplicidad de facetas, desde un periodista hasta un guerrillero, pasando por un valiente y un ingenuo. El tiempo y las circunstancias han mostrado cómo fueron muchos episodios, cómo se tejieron y cómo se desplomaron, lo que no ha mostrado aún es el suceso que apagó la vida de este genial impertinente. Germán Izquierdo se suma con esta obra a ese océano literario de la vida y obra de Jaime en un momento crucial, en el 2009, cuando estaban a punto de cumplirse los 10 años de su muerte.

La forma en que Jaime logró establecer relaciones amistosas entre la clase más alta de la sociedad a la vez que convivía con la clase más desprotegida, el temple que mostró a la hora de comprometerse con la paz de este país cuando se convirtió en un puente de diálogo entre los grupos al margen de la ley y la sociedad, la forma como se las arreglaba para traer de regreso a casa a los secuestrados y las interminables horas de risa y reflexión que le regaló al país son solo una pequeña parte de lo que fue Garzón, y quizás, la razón por la que llegó para quedarse entre nosotros.

Finalmente, de todo lo que se ha escrito al respecto, Germán Izquierdo es uno de los mejores voceros del legado Garzón. Su libro, el que escuetamente se presentó, vale la pena leerlo, vale la pena esculcarlo.

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