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domingo, 28 de octubre de 2012

Historia de un amor



Acostumbrados siempre a ver juntos el atardecer, Pit no lo podía creer. Estaba atónito, esa tarde no había ido Helem. ¿Qué le habrá pasado? Pensaba, mientras miraba desesperadamente el reloj. La aguja de su reloj de pulsera mostraba 40 minutos más de la hora en la que ella debió llegar. Se dejó caer en la arena, estaba muy agotado, había tenido un terrible día y se moría de ganas por contárselo a Helem. Su ansiedad no tenía límites, se había decidido a proponerle matrimonio ese día mientras veían el atardecer, pero ella no llegaba. Miró su celular y no había señales de ella, se decidió a marcar su número y se encontró con la contestadora: ¡Hola, soy Helem, en este momento no puedo atenderte, deja tu mensaje y luego te llamo! Era inútil, había pasado 20 minutos más. Evidentemente ella no llegaría. Se levantó, se sacudió la arena, le pareció que el mar estaba más agitado que de costumbre, miró una vez más su reloj ¡Vaya, había pasado mucho tiempo! Metió la mano a su bolsillo y se aseguró que el anillo aún estuviera ahí, abrió el cofre y lo reparó por un momento. Le pareció tierno, le pareció apropiado, se imaginó la reacción de Helem cuando lo viera, sonrió. Nunca le había profesado su amor a Helem pero le parecía que eran demasiado compatibles por lo que había decidido compartir el resto de su vida con ella. Recordó la última vez que salieron a cenar, se divirtieron mucho, vaya que se divirtieron; su corazón se aceleró, sintió una sensación extraña que no sabía describir, se dio cuenta que en verdad la amaba. Se marchó a su casa, necesitaba descansar y esperaba verla al día siguiente, sería el gran día.

Llegó 10 minutos antes, necesitaba estar reposado para cuando ella llegara, necesitaba estar sereno, le sudaban las manos y no quería sentirse nervioso. Ella llegaría en cualquier momento. Se acomodó debajo de una palmera y ya empezaba a caer el sol, comenzaba a tranquilizarse. Miró el horizonte, se distrajo pensando, nuevamente imaginó la reacción de Helem, sonrió. Miró su reloj, comenzó a inquietarse ¡20 minutos de retraso!  ¿Será que Helem se olvidó de mí? ¿Por qué no habrá vuelto? Pensaba. Sacó su teléfono, le marcó, volvió a encontrarse con el aburrido mensaje de la contestadora, esta vez le dejó un recado: Hola Helem, te habla Pit, solo quería saber si te encontrabas bien; bueno, en cuanto puedas llámame, chao. Colgó, se llenó de ira ¿Porqué había sido tan seco con ella? ¿No debió acaso decirle que la extrañaba, que la estaba esperando? Arrojó el teléfono lo más lejos que pudo, cayó en el mar. Empezaba a oscurecer, salían las estrellas y se asomaba la luna, ¡Qué hermosa luna! Pensó. Se reincorporó y se marchó, debía esperar otro día más, un día más para ver a Helem. Lo lograría.

Salió del trabajo, se dirigió al punto de encuentro; esta vez llevó unas flores, esperaba sorprenderla, quería tener otro detalle con ella aparte del anillo. Quería reivindicarse por el escueto mensaje que le había dejado el día anterior en el buzón de su celular. Se sentó en el mismo lugar, bajo la palmera. Miró el cielo, le pareció un atardecer espectacular, bajó la mirada para mirar su reloj y divisó un grupo de personas, le pareció reconocer a una de ellas. Se dirigió a donde estaba el grupo y sintió un escalofrío al constatar que se trataba de la señora Doris, la mamá de Helem. Vio lágrimas en su rostro, de pronto se percató que todos los que estaban ahí tenían un aspecto melancólico, mirada triste. Volvió su mirada a la madre de Helem, estaba mudo. Observó un cofre que yacía en las manos de un sacerdote ¿Qué diablos hace esta gente aquí? ¿Qué diablos hace un sacerdote aquí? Bajó la mirada y trató de armar el rompecabezas. En ese instante se le acercó la señora Doris y le dijo: Muchas gracias por venir, yo sabía que no faltarías, sé que Helem era muy importante para ti. Ya no necesitaba armar el rompecabezas, comprendió lo que sucedía. Rompió a llorar amargamente, arrojó las flores y pensó en el anillo. Se alteró demasiado, le arrebató el cofre al sacerdote y miró a través de los ojos diáfanos de la madre de Helem ¿Qué le pasó? Gritó. ¿Cuándo sucedió? No lo podía creer, tenía entre sus manos las cenizas de Helem. La señora Doris estaba muy consternada, no comprendía su comportamiento, sin embargo, sacó fuerzas de donde no tenía y le susurró: se suicidó, la encontramos tendida en la sala de su apartamento. La autopsia reveló que se trataba de un envenenamiento. Dejó una nota donde decía expresamente que su última voluntad era que esparciéramos sus cenizas sobre este sitio. Se le quebró la voz y rompió en llanto. Se reincorporó, metió la mano en su bolso y sacó un sobre que decía: “No abrir, entregárselo a Pit”.

Pit no comprendía absolutamente nada de lo que estaba ocurriendo, recibió la nota, le entregó el cofre al sacerdote y se alejó presurosamente de las personas. Rasgó el sobre y sacó una nota que decía: “Hola Pit, si estás leyendo esta carta es porque ya supiste lo que me pasó, me imagino que también sabrás que me envenené. En fin, no te voy a pedir que comprendas mi decisión, igual ya nada importa, ya no estoy. Tomé esta decisión porque te amo. Sí, como lo lees, te amo. Durante estos años te amé en silencio y siempre disfruté compartir contigo viendo los atardeceres, pero no podía seguir siendo tu diario, no podía soportar escucharte horas y horas hablando de la mujer de tu vida. No podía soportar ver como se iluminaban tus ojos cada vez que hablabas de esa persona a la que tanto amabas. No podía soportar saber que le ibas a pedir matrimonio a esa mujer. Imaginé mi vida sin ti y casi que sentí que me arrancaban el corazón. Si tú te casabas te alejarías de mí, estoy segura ¿Con quién iría a ver los atardeceres después que te casaras? Estoy segura que querrías ir a verlos con tu nueva esposa. Bueno, ya no estoy, adelante, ya puedes casarte y no quiero que te quede ningún remordimiento, solo quiero que conserves siempre esas gratas tardes que pasamos juntos y que seas muy feliz con tu nueva familia. TE AMO. Helem”.

Estaba bañado en lágrimas, sollozaba, no lo podía creer. Descargó su furia con aquella carta y la hizo pedazos. Se paró bruscamente, sacó el anillo de su bolsillo izquierdo y lo arrojó con todas las fuerzas que pudo al mar. Se marchó muy a prisa, no se despidió siquiera, tenía afán. Se encontró a un pescador en el camino, lo abordó y le preguntó ¿Va de salida? El pescador asintió. Le pidió el favor que lo esperara unos minutos, que no se moviera de ahí. Fue a su casa que quedaba a un par de cuadras y sacó su revólver. Lo guardó en un bolso y se dirigió nuevamente a donde le había dicho al pescador que lo esperara. Le dio todo el dinero que llevaba consigo al pescador y lo convenció de que le dejara llevar una piedra a bordo. Insistió tanto que aquél hombre no se pudo negar. Zarparon, se sumergieron en el misterio del océano. Era de noche. Cuando estuvieron a una distancia considerable pidió al pescador detenerse, le ordenó que mirara hacia otro lado, el hombre asustado obedeció. Amarró la piedra a una soga que yacía en el fondo del bote, luego se amarró el otro extremo a su cuello. Sacó su revólver, apuntó su sien, le dijo al pescador que ya podía mirar, que por favor tirara la piedra al mar una vez apretara el gatillo. Accionó el arma, su cuerpo cayó, el pescador consternado no sabía qué hacer, afligido, pensó que lo más sensato era obedecer la última voluntad de aquél que yacía ahora quién sabe dónde pero que había abandonado su cuerpo en aquél bote. Le pareció cruel, pero ¿Quién le iba a creer que realmente se había suicidado? El primer sospechoso iba a ser él. Se armó de valor y tiró la piedra. Estaba atónito.

El cuerpo se hundió rápidamente, y desde entonces, las cenizas de Helem y los restos de Pit compartieron el océano. Estaban juntos ahora, en un mundo desconocido, pero juntos.