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martes, 20 de agosto de 2013

La ridícula idea de no volver a verte



Si de títulos se tratara, es posible que este libro no lo hubiese mirado, lo cual hubiera sido una pena. Ahora comprendo, porque se supone que ya lo sabía, que no hay que dejarse llevar por los títulos, es necesario indagar un poco más, tomarse el trabajo de leer los comentarios al respaldo o abusar del librero y hojear el libro. No obstante, gracias a que no tuve la oportunidad de escoger, este maravilloso libro llegó a mis manos y se quedó para siempre en mi vida (¡esos son los regalos que alegran la existencia!), es de esas historias que se instalan en lo más recóndito de tu ser y no hay marcha atrás, aunque tengo la sospecha de que eso ocurre con todos los libros, la diferencia es que unos trascienden más que otros.

De entrada parece un tratado sobre la muerte. Montero comienza con una frase bastante drástica, lo que no obsta a que no sea sensata y real: “lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos”, algo a lo que no estamos acostumbrados, que nos pesa admitir, pero que hace parte de la existencia humana, a fin de cuentas, nadie sale vivo de esta batalla llamada vida y la muerte hace parte del vivir. Luego te das cuenta que no sabes ni de qué se trata el libro, divaga y concluye y llega a puntos interesantes, serenos, apacibles. Es más, ella misma no lo tiene muy claro, y obvio, así le ha de suceder a todos los escritores, un libro no termina siempre como se pensó, ocurren muchas cosas en el camino.

Es de unos contrastes y una extravagancia brillante, algo alocada, extraña y, en ocasiones, pareciera que perdiera el hilo, pero no, no es que pierda el hilo, es que entrelaza la historia de Marie Curie con la suya misma y, de paso, con alguna reflexión en torno al dolor, a los estereotipos o a algún suceso que le haya llamado la atención, o simplemente opta por hacer alguna referencia a una fotografía, a algún  gesto, tratando de adivinar a qué se habrá debido aquélla expresión o qué estaría pensando. De la nada, sale con un hashtag y hace referencia a palabras y frases que destaca en el transcurso de todo el libro.

De repente está relatando algún pasaje de la vida de Marie Curie que, se supone, es el centro de la obra; y de un momento a otro comienza un monólogo consigo misma, como si tratara de establecer un paralelo entre la vida de ella y la de Curie; y de hecho lo hace, se identifica con el dolor de Curie ante la pérdida de su esposo y, a la vez, relata los dolores propios visibilizando el dolor profundo de la pérdida de Pablo, quien era su compañero, a causa de un cáncer que no le perdonó la existencia.

Lo cierto es que, en medio del impecable relato que hace, Rosa Montero logra retratar la vida de Marie Curie, exponer su grandeza, develar sus debilidades, obstáculos, proezas… Nos muestra, sin más, la Marie orgullosa, enamorada, soñadora, la polaca que soportó la muerte de su madre y que, por poco, casi se resigna a envejecer al lado de su padre para procurarle los cuidados de la vejez. Y no hubiese sido cualquier pérdida, se trataba nada más y nada menos que la primera mujer en recibir el Premio Nobel de física, y años más tarde, de química.

Se develan, no obstante, las dificultades que tuvo que afrontar Marie en aquélla hostil época en que las mujeres a duras penas podían aspirar a cualquier cargo de poca importancia y sin trascendencia alguna. Desde luego se exponen las dificultades por las que atravesó Curie por su condición de ser mujer y, muy ligado a ello, uno que otro escándalo por asuntos de amantes, luego de que su marido, Pierre Curie, muriera en un lamentable accidente.

En un aparte del libro, Montero incluso incurre en comparaciones genéticas, tratando de relacionar la templanza de Curie con algún accidente genético donde, según alguna rara teoría, Marie fue una mujer masculina, y eso explicaría tantas cosas… pero no es claro. En fin, sin más que agregar, y sólo por terquedad, lo último que puedo decir es que me sigue llamando la atención el título de la obra. No puedo comprender cómo un simple “la ridícula idea de no volver a verte” logre abarcar un libro de tantas facetas y grandezas.

domingo, 4 de agosto de 2013

Lo que no tiene nombre




Como ignorante errante por el mundo, de Piedad Bonnett había escuchado solo el nombre, una que otra referencia de “buena escritora” y un sutil fragmento que está consignado en la Biblioteca Central de la Universidad de Antioquia, no más. Cualquier día, en medio de los tantos cafés y tardes de lluvia que vienen y van, alguien comenzó a referenciar a Piedad Bonnett, hablaba de un gran libro y, cada que tenía oportunidad, lo repetía como si quisiera grabarlo en mi memoria, tallarlo en mis adentros, o como si simplemente olvidara que ya lo había mencionado repetidas veces.

En la emboscada de libros que me agobiaban, no terminaba de salir de uno cuando ya le estaba haciendo “ojitos” a otro, al tiempo que debía renunciar a alguno de ellos cuando las cosas se ponían difíciles, no podía pretender rendir mis exámenes de derecho procesal administrativo o asumir mis labores judiciales e investigativas leyendo poemas y una que otra novela. Sin embargo, pese a que muchas veces debo cambiar la novela por la ley de turno, en las noches frías, lluviosas, nostálgicas, me rebelo contra mis necesidades y cierro lo obligatorio para sumergirme en lo bello.

En esas mantengo, y en esas me entretengo a tal punto que, aunque puse a Piedad Bonnett como una de mis prioridades, una mañana soleada alguien se me adelantó, y sin siquiera darme oportunidad a que yo hubiese escarbado el mundo de Bonnett con antelación, me pidió acompañarlo, como de costumbre, por los alrededores de la Universidad. Y fue así, me limité a caminar hasta la librería universitaria. Y ahí estaba yo, presenciando una compra que, sin sospecharlo, se convertiría en un regalo: con una sutil firma y un “W. L.”, que jamás pregunté qué significaba, pero a juzgar por el “To María Jimena”, intuyo que son las iniciales de un “With Love”, me hicieron entrega de magno libro: Lo que no tiene nombre.

Ni siquiera puedo imaginar la cara de felicidad que coloqué. Sé que soy una niña en pleno uso de mis facultades infantiles cada vez que veo un libro, cada que compro uno o cada que me obsequian uno. Y Piedad Bonnett no sería mi excepción. Me babeé, lo admito. Así fue cómo comenzó ese camino hacia el descubrimiento de un dolor tan vasto e indescriptible que, más allá de toda circunstancia, se convierte en libro de una manera desesperada por dejar una huella y por revivir la memoria de quien ya no está, así lo expresa la misma Bonnett al final: “yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras…”

Y en esas comienzas a leer, terminas casi sintiéndote en Nueva York, en medio de la lluvia y la angustia que reflejan las palabras de apertura, en medio de un sinsabor y de un montón de suposiciones sobre quién es Daniel, quién es Renata, quién es Piedad Bonnett, ¿De qué murió el tal Daniel? Y entonces no te convencen del todo las palabras “Dani se mató” hasta que constatas que efectivamente no fue un accidente, es literal.

La obra es un intento, muy válido diría yo, por defender el derecho a quitarse la vida, algo que jurídicamente no existe, pero ¿Qué acaso no puedo autodestruirme? Y entonces te ubicas en esa posición macabra donde no sabes si el suicidio es un acto heroico o cobarde. Yo, por mi parte, he tratado de encontrar una postura y he llegado a la conclusión de que se puede ser demasiado cobarde para quitarse la vida, y, a la vez, demasiado valiente para prescindir de ella, aunque aferrarse a ella constituye un acto de valentía también. No es fácil seguir un camino que, en últimas, no sabes hacia dónde va, pero vas, como a tientas, tratando de hacer tu mejor esfuerzo para llegar a buen puerto.

Siempre he querido tener una respuesta, convencerme a mí misma, pero leyendo a Bonnett me doy cuenta que no es posible, que no se puede intentar describir lo que, a todas luces, “no tiene nombre”, porque nunca podremos catalogar el dolor de quien se quita la vida y mucho menos atrevernos a hacer un juicio a sus decisiones, a fin de cuentas, como dice Piedad: “¿de qué tamaño es el dolor del que se despide de sí mismo?”, ¿acaso no es suficiente con eso?, ¿acaso no es posible decir adiós sin querer decirlo?, ¿o acaso podemos reflexionar sobre el suicidio de alguien que sufría de esquizofrenia? De poder, podemos, pero, ¿acaso es justo?

Y seguimos por ese sendero obnubilado, caminando al lado de Bonnett, reconstruyendo una a una la imagen de Daniel, sus obras, su vida, sus crisis, su angustia, su inteligencia, su desesperanza, su desconsuelo… seguimos paso a paso ese largo camino de reencuentro, en el que Piedad ha buscado por todos los medios darle una razón a “Dani” para irse, en donde parece que, lejos de hurgar la herida busca teorías y razones, muy válidas repito; como si tratara de darle permiso a Daniel para tomar esa decisión, como si sintiera que interfiere en sus sueños si llegase a objetar una sola conducta de Daniel.

La obra es sencillamente desgarradora, simple en lo complejo, profunda, abnegada y de un dolor inconmensurable que termina por revivir a un Daniel hijo, hermano, amigo, amante, melancólico y artista… A un Daniel con miedos y angustias, víctima del monstruo de los adultos: la constante y eterna inquietud de si estaremos dando los pasos acertados. Casi que podríamos sentir el miedo que lo agobió, de sentir pánico ante el fracaso y ante un futuro agreste basado en un presente tirano y hostil. Casi que podríamos darle la razón, o cuestionar su decisión, casi, y digo casi porque a la larga me parece demasiado atrevido llegar a opinar sobre algo tan complejo como el suicidio, no ha de ser fácil para quien toma esa decisión y mucho menos para quienes se quedan indagando qué habría desatado esa furia final donde alguien acaba con su vida.

Con respeto y admiración, esta obra es precisamente como la cataloga Hector Abad Faciolince: "un libro despiadadamente verdadero y, por esto mismo, despiadadamente valiente", pues, es un libro de "terrible belleza", como dice Andrés Neuman; un libro donde no se sabe si exaltarlo por bello o por descarnado, lo único claro es la valentía de su escritora, quien sin reparo alguno empuña la pluma para revivir paso a paso semejante dolor. En resumidas cuentas, es bello en su tragedia.