Como ignorante errante por el mundo, de Piedad
Bonnett había escuchado solo el nombre, una que otra referencia de “buena
escritora” y un sutil fragmento que está consignado en la Biblioteca Central de
la Universidad de Antioquia, no más. Cualquier día, en medio de los tantos
cafés y tardes de lluvia que vienen y van, alguien comenzó a referenciar a
Piedad Bonnett, hablaba de un gran libro y, cada que tenía oportunidad, lo
repetía como si quisiera grabarlo en mi memoria, tallarlo en mis adentros, o
como si simplemente olvidara que ya lo había mencionado repetidas veces.
En la emboscada de libros que me agobiaban, no
terminaba de salir de uno cuando ya le estaba haciendo “ojitos” a otro, al
tiempo que debía renunciar a alguno de ellos cuando las cosas se ponían
difíciles, no podía pretender rendir mis exámenes de derecho procesal
administrativo o asumir mis labores judiciales e investigativas leyendo poemas
y una que otra novela. Sin embargo, pese a que muchas veces debo cambiar la
novela por la ley de turno, en las noches frías, lluviosas, nostálgicas, me
rebelo contra mis necesidades y cierro lo obligatorio para sumergirme en lo
bello.
En esas mantengo, y en esas me entretengo a tal
punto que, aunque puse a Piedad Bonnett como una de mis prioridades, una mañana
soleada alguien se me adelantó, y sin siquiera darme oportunidad a que yo hubiese
escarbado el mundo de Bonnett con antelación, me pidió acompañarlo,
como de costumbre, por los alrededores de la Universidad. Y fue así, me limité a caminar hasta la librería
universitaria. Y ahí estaba yo, presenciando una compra que, sin sospecharlo,
se convertiría en un regalo: con una sutil firma y un “W. L.”, que jamás
pregunté qué significaba, pero a juzgar por el “To María Jimena”, intuyo que
son las iniciales de un “With Love”, me hicieron entrega de magno libro: Lo que no tiene nombre.
Ni siquiera puedo imaginar la cara de felicidad
que coloqué. Sé que soy una niña en pleno uso de mis facultades infantiles cada
vez que veo un libro, cada que compro uno o cada que me obsequian uno. Y Piedad
Bonnett no sería mi excepción. Me babeé, lo admito. Así fue cómo comenzó ese
camino hacia el descubrimiento de un dolor tan vasto e indescriptible que, más
allá de toda circunstancia, se convierte en libro de una manera desesperada por
dejar una huella y por revivir la memoria de quien ya no está, así lo expresa
la misma Bonnett al final: “yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para
que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho
con palabras…”
Y en esas comienzas a leer, terminas casi
sintiéndote en Nueva York, en medio de la lluvia y la angustia que reflejan las
palabras de apertura, en medio de un sinsabor y de un montón de suposiciones
sobre quién es Daniel, quién es Renata, quién es Piedad Bonnett, ¿De qué murió el
tal Daniel? Y entonces no te convencen del todo las palabras “Dani se mató”
hasta que constatas que efectivamente no fue un accidente, es literal.
La obra es un intento, muy válido diría yo, por defender el derecho a quitarse la vida, algo que jurídicamente no existe, pero ¿Qué acaso no puedo autodestruirme? Y entonces te ubicas en esa posición macabra donde no sabes si el suicidio es un acto heroico o cobarde. Yo, por mi parte, he tratado de encontrar una postura y he llegado a la conclusión de que se puede ser demasiado cobarde para quitarse la vida, y, a la vez, demasiado valiente para prescindir de ella, aunque aferrarse a ella constituye un acto de valentía también. No es fácil seguir un camino que, en últimas, no sabes hacia dónde va, pero vas, como a tientas, tratando de hacer tu mejor esfuerzo para llegar a buen puerto.
Siempre he querido tener una respuesta,
convencerme a mí misma, pero leyendo a Bonnett me doy cuenta que no es posible,
que no se puede intentar describir lo que, a todas luces, “no tiene nombre”,
porque nunca podremos catalogar el dolor de quien se quita la vida y mucho
menos atrevernos a hacer un juicio a sus decisiones, a fin de cuentas, como
dice Piedad: “¿de qué tamaño es el dolor del que se despide de sí mismo?”,
¿acaso no es suficiente con eso?, ¿acaso no es posible decir adiós sin querer
decirlo?, ¿o acaso podemos reflexionar sobre el suicidio de alguien que sufría
de esquizofrenia? De poder, podemos, pero, ¿acaso es justo?
Y seguimos por ese sendero obnubilado,
caminando al lado de Bonnett, reconstruyendo una a una la imagen de Daniel, sus
obras, su vida, sus crisis, su angustia, su inteligencia, su desesperanza, su
desconsuelo… seguimos paso a paso ese largo camino de reencuentro, en el que
Piedad ha buscado por todos los medios darle una razón a “Dani” para irse,
en donde parece que, lejos de hurgar la herida busca teorías y razones, muy
válidas repito; como si tratara de darle permiso a Daniel para tomar esa
decisión, como si sintiera que interfiere en sus sueños si llegase a objetar
una sola conducta de Daniel.
La obra es sencillamente desgarradora, simple
en lo complejo, profunda, abnegada y de un dolor inconmensurable que termina por
revivir a un Daniel hijo, hermano, amigo, amante, melancólico y artista… A un
Daniel con miedos y angustias, víctima del monstruo de los adultos: la
constante y eterna inquietud de si estaremos dando los pasos acertados. Casi que
podríamos sentir el miedo que lo agobió, de sentir pánico ante el fracaso y
ante un futuro agreste basado en un presente tirano y hostil. Casi que
podríamos darle la razón, o cuestionar su decisión, casi, y digo casi porque a
la larga me parece demasiado atrevido llegar a opinar sobre algo tan complejo
como el suicidio, no ha de ser fácil para quien toma esa decisión y mucho menos
para quienes se quedan indagando qué habría desatado esa furia final donde
alguien acaba con su vida.
Con respeto y admiración, esta obra es precisamente como la cataloga Hector Abad Faciolince: "un libro despiadadamente verdadero y, por esto mismo, despiadadamente valiente", pues, es un libro de "terrible belleza", como dice Andrés Neuman; un libro donde no se sabe si exaltarlo por bello o por descarnado, lo único claro es la valentía de su escritora, quien sin reparo alguno empuña la pluma para revivir paso a paso semejante dolor. En resumidas cuentas, es bello en su tragedia.
Con respeto y admiración, esta obra es precisamente como la cataloga Hector Abad Faciolince: "un libro despiadadamente verdadero y, por esto mismo, despiadadamente valiente", pues, es un libro de "terrible belleza", como dice Andrés Neuman; un libro donde no se sabe si exaltarlo por bello o por descarnado, lo único claro es la valentía de su escritora, quien sin reparo alguno empuña la pluma para revivir paso a paso semejante dolor. En resumidas cuentas, es bello en su tragedia.
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