Datos personales

martes, 21 de abril de 2015

Realismo mágico: ¿Qué vaina es esa?

Tomado de Web

No, no es ficción. Nada de lo que pasaba en Macondo era ficción, de hecho, nada de lo que ocurre en Macondo es ficticio, pese a que en el imaginario de muchos lo es. ¿Qué puede entender el resto del mundo de las manías crónicas que tenemos los protagonistas de la obra de Gabo?, si a duras penas a nosotros mismos, como Macondianos, nos cuesta reconocernos entre las líneas de esas historias que, entre absurdos y mofas, son la radiografía más fiel que existe de la esencia caribe, esa que no cabe dentro de las palabras ni los conceptos, como el gusto por el buen vallenato, o el amor eterno que se construye al compás de un paseo bien tocado.

A decir verdad, como a veces tengo mis atipicidades, durante mucho tiempo me pregunté si ese folclor tan propio, tan característico, era bueno o malo. Ahora sé que es una pregunta sin respuesta, o por lo menos de una respuesta tan controvertible que termina por desafiar todos los esquemas de la objetividad. Y es que no se trata de si es bueno o malo, se trata simplemente de que así es, sin mucha lógica ni mucha razón, aunque ello me tomara tanto tiempo como para construir miles de preguntas, casi todas sin respuesta.

De niña, cuando mis momentos de ocio (casi todos) me remitían a la casa de mis abuelos, tenía la sensación de estar en medio de un montón de locos, aunque en realidad, muy a mi pesar, yo era una más.

Dejar de jugar por esconderme detrás de los muebles para ver pasar un entierro, y descubrir entre la multitud a mi abuelo, fue siempre uno de mis más grandes enigmas, nunca supe si él realmente conocía ese montón de gente, o si simplemente iba a todos los entierros por deporte, como cuando uno adopta manías y costumbres que terminan por determinar conductas.

Pero era normal, ¿cómo no iba a ser normal que me preguntara si mi abuelo conocía todos esos muertos cuando no se perdía un entierro? Cada que sonaban las campanas de la iglesia, tipo 4 de la tarde, anunciando la misa de muerto, mi abuelo desempolvaba su mejor pinta y se mezclaba entre la multitud. Eso, que más tarde descubrí en otro montón de maniáticos, por muy pintoresco que parezca, tiene su razón de ser: “pues para que la gente vaya al entierro de uno”, fue la respuesta que me dio mi papá un día en medio de una discusión en la que me preguntaba por la maña que, muchos años antes, le conocí a mi abuelo.

Desde un plano medianamente racional, ¿cuál es esa imperiosa necesidad de que las personas vayan a mi entierro?, me pregunto yo desde la orilla de quienes no conciben cómo alguien se ocupa de esos detalles en vida, como si le tuvieran miedo a un velorio en solitario, como si realmente eso importara en un momento de esos. De hecho, la entrevista que le hizo Ernesto McCausland a Diomedes, de la que tanto nos hemos reído de cuenta de la idealización de su entierro (el que se hizo realidad, por cierto): “las viudas llorando y los pelaos vendiendo chicles”, viene a ser un capítulo más de la obra de Gabo, un macondiano más, para variar.

Y ni hablar de mi abuela, esa que más de una vez fue la causante de mis insomnios, cuando de alguna historia rebuscada, de esas que van más allá de cualquier asunto verificable, me dejaba rondando un montón de preguntas en la cabeza. La que más recuerdo, que todavía no he podido adaptarla del todo a la fantasía, es la de un jinete que, según ella, en la época de la conquista, se congeló en La Sierra Nevada de Santa Marta, y desde entonces está ahí, incluso los días despejados uno logra verlo desde la distancia, es más, se ve tan claro que uno puede percibir que mueve los ojos, como pidiendo auxilio con la mirada. ¿Cómo quieren que seamos normales si crecimos a punta de ese tipo de historias?

Aunque a decir verdad, el daño fue tan grande que, aún hoy, con los años que tengo, cada que ando en inmediaciones de la Sierra, cada que puedo divisar algún pedazo de montaña, termino buscando desesperadamente el jinete. Con el tiempo me he tenido que conformar con no haberlo encontrado, pero a juzgar por el convencimiento con el que mi abuela me echó el cuento, ese jinete debe andar por ahí, ¡ella me lo juró!

A la larga, independiente de si son mentiras o no, ese tipo de relatos van forjando esa realidad inmanente, de la que inexorablemente hacemos parte. Por eso, cuando en medio de los relatos de Gabo encontré mil y una veces este tipo de historias, me pareció todo tan familiar que, cuando él mismo relató que su padre le decía que él era un loco mitómano, me dio la impresión de que se parecía mucho a mi abuela.

De hecho, cuando leí por primera vez un libro de Gabo, muchos de los personajes que describía en su obra terminaban con nombre y rostro en mis imaginarios, y tengo que confesar que más de una vez encontré a mi abuelo detrás de Aureliano Buendía, y a mi abuela, por supuesto, detrás del funeral de María del Rosario Castañeda y Montero, toda una mamá grande, sin duda.

¿Realismo mágico?, ¿cómo podría ser realismo mágico la realidad? Si cada personaje de la obra de Gabo no es ficción, es de lo más palpable que nos podamos imaginar. Su grandeza, de cuenta de la descripción exacta con la que retrata el día a día de una gran aldea de locos, está basada en esas costumbres y manías, incomprendidas para muchos.

Gabo, ausente en su primer año, empieza apenas a transitar por las sendas de esa inmortalidad en la que, desde el 17 de Abril del 2014, será el referente de un presente y futuro de gloria, desde la ausencia, la memoria, desde las huellas de quien, a punta de historias, con la maleta llena de “embustes”, recorrió el mundo contando el día a día de un Macondo creado para inmortalizar culturas, creencias y tradiciones. A sus 88 años, Gabo es ahora esa memoria imborrable que nos dará ronda en la cabeza, esa que nos sacará más de una pregunta sin respuesta, en medio de sucesos inexplicables y personajes caricaturescos.