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Fotografía de Jorge Panchoaga. |
A decir verdad, siendo
niña, cuando veía tomar café a mi papá todas las tardes después de su plácida siesta,
sentía mucha curiosidad por probarlo, aunque siempre me topaba con la excusa
sin sentido: “los niños no toman café”. Los confites de café, el café con
leche, fue la relación más estrecha que tuve con la bebida negra, y aunque el
café con leche no era que me simpatizara mucho, mi golosina preferida era de
café.
Cualquier día la
tentación se alejó, mi padre suspendió el consumo de café aduciendo sus
desventajas a largo plazo y, pese a que la curiosidad tampoco era tan fuerte,
cualquier día me encontré sola en la cocina de mi abuela con el termo del café
en frente. La ausencia de adultos y la tenue tentación inmortalizaron aquél día
como mi primera vez con una taza de café. Hice el ritual completo, tomé una
taza de tinto, la puse sobre un plato pequeño y serví café. Lo observé por un momento,
estaba humeante y su olor me trasladaba a las tardes de tedio en las que
observaba tomar café.
Me senté en un pasillo
largo que de la cocina conduce al patio y, contemplando la soledad de aquél
instante, el primer sorbo de café generó una sensación amarga en mí. En realidad,
como todo en mi vida se reducía a los dulces, no encontré demasiado placer en
aquélla sensación, mi burdo sentido del gusto sólo aceptaba de chocolates hacia
arriba, nada por debajo de esos niveles de dulce. Miré la taza con
desconcierto, no podía creer que tanto misterio se reducía a eso, entonces me
incorporé, vertí el café por el drenaje del lavaplatos y borré toda evidencia.
Desde aquél día hasta
mucho después, una tarde cualquiera ya de mis días de universidad, no volví a
saber lo que era una taza de café. Una tarde, gris como muchas de “la ciudad de
la eterna primavera”, un amigo me invitó a salir, a conocer ese otro lado de la
ciudad, ese que se esconde detrás de las bibliotecas, los bares de tango y los
cafés para misántropos, la ciudad exquisita detrás de una copa de vino, una
buena comida y una buena canción.
Llegamos a uno de esos
cafés bohemios, de los que invitan a una buena charla y a disfrutar del entorno,
él pidió una taza de café y yo, por no desentonar con el momento, y por
pretender perderme entre todo aquello, me adherí a su antojo; una hora después
tenía dolor de cabeza. Desde entonces asocié el café con la migraña, aunque mi
teoría estuviese sustentada en algo sin fundamento. Mis días de Universidad
transcurrieron siendo ese ser extraño que se sienta a departir con mucha gente
sin un café en la mano.
Cada que se formaba una
tertulia en cualquier mesa de pasillo sobraba un café, pues, alguien salía a
comprar la ronda dando por sentado que todos en la mesa tomaban café, hasta que
cualquier día, en medio de cualquier conversación interesante, no sobró café. Sólo
recuerdo que vi unos ojos intensos viniendo hacia mí y, sin mediar palabra, me
entregó un café.
Sin tener mucho tiempo
para reaccionar, acepté el café y, después de mirar la taza humeante, recordar
mi primera vez y dejar de lado mi segunda, sin pensarlo, bebí el primer sorbo. Cruzamos
una mirada en ese momento, él sonrío y se me acercó, se acomodó a mi lado y con
expresión de satisfacción me confesó que él sabía, en el fondo, que una mujer
como yo tenía que tomar café. Nos reímos fugazmente y entonces me confesó que
alguna vez me vio despreciar una taza de café y, martirizado por aquél
episodio, su propósito en silencio era encontrar un momento propicio para
indagar por aquél infortunio.
Aquél día fue el
momento, y aunque tenía un derrotero de preguntas, todas se desvanecieron con
la imagen del café y yo. Desde entonces, desde que descubrí que en realidad el
café no me producía dolor de cabeza, mi deporte favorito es “tintear”, de
hecho, las mejores conversaciones y compañías han transcurrido detrás de un
tinto, y cuando el día lo amerita, otro tipo de tinto (vino). Las mejores
historias, los momentos más intensos, las miradas más profundas y los versos más
certeros, casi todos, han transcurrido en medio de algún buen café.
Desde mi tercera vez,
amparada bajo la obsesión de un alguien que no pudo comprender cómo alguien era
capaz de tener una charla amena sin café, mi tercera vez abrió ese mundo que
desde entonces comparto con las amistades de siempre, las que nacen y se mantienen
con el pretexto de un café, y las que terminan por mezclar música, libros,
relatos y lluvia debajo de secretos inconfesos y amores imposibles.
Y como esta historia
hacía parte del baúl de historias sin contar, ve la luz por causa de un
reportaje que acabo de leer, un reportaje más que inspirador en el que se
entremezcla la cotidianidad, la diversidad, la vida desde adentro y desde
afuera, alrededor del café. Se trata del reportaje de Jorge Panchoaga, quien
recopiló fotografías de varias partes del país en medio de una investigación
alrededor del café en la vida de los colombianos. El reportaje, con fotografías
a la altura de la historia misma, titulado “café en negro”, hizo revivir las
mejores tardes y las mejores compañías que, en mi reducida vida, han sido
amenizadas con una taza de café.
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